La oscuridad amenazaba con caer sobre la ciudad sin más aviso que la desaparición del sol. Comenzó cruzando el puente sin fin, aquel cuyo extremo no se puede divisar desde el otro lado. Tras lo que parecieron largos minutos de soportar el incesante viento, llego al punto ansiado, cambiando su pisada de vetusta piedra a joven asfalto.
Atravesó el enorme espacio vacío entre las dos torres y comenzó su andadura por la calle de los mil escaparates.
Desde los caramelos que adoquinan calles, pasando por pañuelos rojinegros, llegó al lugar donde los soldaditos de plomo miraban con sorna a los juguetes de plástico. Se paró tan solo un instante, caminando entre expendedores de humo y kioscos sin paredes, sorprendido al ver a los altivos muebles de diseño tratados con total confianza por velas de saldo.
El boticario que nunca cierra no le ofreció sus servicios, mientras continuaba hacia el portal por donde aparecieron varios Papa Noeles verdes, en un tiempo ya muy lejano.
Ignorando el portal, un fotógrafo le da la espalda , congelado en el tiempo, en el mismo instante que retrata algo que ya nunca más estaría allí.
La calle se convierte en un lugar de carnaval, lleno de tiendas de disfraces blancos, mientras el perro ve pasar la vida indiferente, cercano su cuerpo al calor de las castañas.
Una vieja bruja remueve su olla del azar, observando a los titiriteros entrar en su hogar.
Ya terminó la calle, tan llena hoy, tan vacía a veces. Él se da la vuelta, con una sonrisa triste, pensando en cuando volverá a recorrer esos 15 minutos de fantasía.
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2 comentarios:
Se nota que has vuelto con fuerzas y energías renovadas, me alegro.
una delicia de texto.
cuando vivía en el barrio Jesús pasaba siempre por ahí. Y de vez en cuando vuelvo a pasar, cuando me apetece, porque me encanta el paseo que hay. Pero, yo me meto por más calles, estrechas y preciosas. Tenemos aunténticas maravillas para relajarnos al pasear por ellas. Y siempre me baja el pulso y se me va la sonrisa.
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